jueves, 19 de marzo de 2015

A Antonieta le gustaban los sapos...




                        Después de muchos años, Antonieta  pudo ir a la casa de Santa Teresa antes de que la vendieran. Quería despedirse del lugar donde pasó los primeros años de su vida. Al llegar, subió a la platabanda, donde estaba uno de sus lugares favoritos: la piscina, que cuando era niña parecía un lago ante sus pequeños ojos y donde vivió momentos felices. Ahora está vacía, llena de hojas secas. Los mosaicos que una vez fueron azules parecen ahora un enorme crucigrama gris, y las grietas le recordaron los muchos años que han pasado. Observó los restos del trampolín y recordó cuando se lanzaban su hermano y su hermana, haciendo piruetas, aún con los regaños de “Ña Carmen”, su mamá.
            Antonieta siguió por un rato explorando con ojos ávidos de recuerdos las paredes de aquella vieja casa, sus salones, sus ventanas, el patio al que daba el laboratorio de su padre, y justo ahí en un rincón, estaba la jaula. Era una jaula grande donde vivían los sapos, esos "que le decían a su papá cuando una señora iba a tener un bebé." Al verla, hecha ya una vacía armazón de herrumbre, su corazón se llenó de nostalgia y llegaron a su memoria los recuerdos de su amigo, el sapo más bello del mundo: Floripondio.
            La infancia de Antonieta transcurrió entre familia, juguetes, y la escuela; como muchos otros niños, pero también entre sapos. Para la mayoría de las personas, los sapos son feos y desagradables, pero para ella eran lindos, eran parte de la escena familiar, y Floripondio era su predilecto, su mejor amigo. Era el sapo más grande y rechoncho de la jaula, su piel parecía turrón de chocolate y tenía los ojos tristones. Era además el más atento y educado, porque cuando ella cantaba y bailaba, él no dejaba de verla.
              A Antonieta le gustaba curiosear en el laboratorio de su padre, que era Bioanalista. Ahí habían muchas cosas que le resultaban interesantes, muchos frascos con líquidos de colores, aparatos con muchos botones que daban vueltas y hacían ruidos extraños, pero lo que más le encantaba era observar a los sapos, ver cómo inflaban sus gargantas queriendo imitar a los globos para salir volando, escuchar el gracioso sonido que hacían y por supuesto remedarlo, tan ruidosamente, que hasta la abuela la mandaba a callar.
            Una vez, le preguntó a su papá,  por qué tenía tantos sapos y él le explicó que ellos segregaban un líquido que se usaba para hacer las pruebas de embarazo. En aquella época, esa era la única manera de saber si una mujer estaba en la dulce espera. Así que, para su padre, eran casi unos asistentes de laboratorio, y para ella eran seres adorables, gentiles y con capacidades adivinatorias.
Muchas horas felices pasó Antonieta conversando con sus sapos, en especial con Floripondio. Tal vez él era su príncipe azul, pero a pesar de quererlo tanto, a Antonieta nunca se le ocurrió darle un beso.


Para Papá.

Fotos:
Arriba: Paseo los Ilustres, Caracas
Abajo: Jardines Topotepuy, Caracas

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